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O quizá el bosque.
24 octobre 2011

y una canción desesperada

Escribir se hace cada vez más difícil, al pasar el tiempo, al hundirse en la más epidérmica sensibilidad. Se hace más apremiante a la vez, al conocer sus temas, su hilo, y al olvidar. 

Hacerlo en castellano lo complica aún porque, además de ser mi lengua más lejana, en el sentido de que me moldea totalmente, es el idioma en el que pasaron los grandes rasgos de lo que, meses después, tengo que escribir ya que no pude contarlo con paz ni llevar a cabo la revolución que se fomentó en mi cerebro cuando lo atormetaban. Y es un idioma del que renegué, que no hubiera vuelto a hablar si hubiera tenido algo de coraje, lo que se requiera para hacerse mudo, aunque sólo de un idioma, de un trozo de su personalidad. Y es un idioma que no bien escribo, claro, y del que no tengo idea del estilo, sino por sus grandes poetas, sus grandes obras.

Puedo buscar hasta siempre por dónde empezar, pero no hay manera de empezar. Es algo que tiene que transparentarse, quizá con un lápiz de carpintero, rascando la hoja testiga debajo de la víctima. O bien tengo que decir que soy un ser de arcilla. Soy la que queréis. Río si estáis divertidos. Pongo o no pongo azúcar en el té, a su conveniencia. Me hago universitaria para el placer familiar. Trago cervezas si el rum no os va bien. Ando en bici, o camino, conduzco, incluso vamos en tren. No os dejo mis lágrimas, que sois tiernos, no os gusta la sal, sólo el mar, que es allí que se baña. Renuncio a la actuación. 

Allí, en Sevilla, probé la honestitad, la saboreé hasta el infierno, el intolerable, dónde os nieguen hasta la posesión de vuestra propia vida. Allí me dí cuenta de que había poca distancia entre la honestitad y la exhibición, asi como entre la compasión y la suficiencia. Quise morir, punto y coma, vivir. Al hospital de la sabiduría se muere y se nace, se mata, se cura. Puedo comprar pistolas y licor. Puedo empezar una dictadura. Puedo tener hijos (y tú, Quique?), abandonarlos, amarlos, mal amarlos, ser amarga y gorda. El hospital de la locura no lo han aseptizado lo bastante y se busca la más dolorosa manera de acabarse, con la maquinilla (que los babosos tampoco tienen que ser descuidados) bajo la ducha media pública, con los pernos oxidados, el shampú y el mechero calando el estómago, o sin la merienda, sin el café tibio ni la verdura marchita, sin el agua fría del lugar frío del verano andaluz. Sin respirar. 

Ana se tira por el suelo y se mea. Jorge tiene cara de ratón pegado. Isabel la atan pues gime. Manuel oye fantasmas y busca droga detrás de sus uñas. A mi me dan un boli que rompo. Se confunden las batas blancas y las azules. Tranquila. El avocado no viene: estos presos no están en la cárcel. Están en casa, en fría casa. Entraron por el cerebro, por el cerebro, tal vez, se marcharon.

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